Por Julio Cortés Morales

“El canto, como el mundo.”

Pablo de Rokha

Desde los inicios la humanidad encontraba en la fiesta una ocasión para afirmar su presencia en el mundo. Con ocasión de los cambios de estación, carnavales y bacanales, chinganas y  festivales unían aunque fuera una vez al año a la comunidad humana, dedicada el resto del tiempo a trabajar y sobrevivir[1].

“Tristeza nao tem fim, felicidade sim”, cantaba Tom Jobim, y agregaba que la gente trabaja un año entero por un momento de sueño para realizar su fantasía en el Carnaval.

Aún recuerdo cómo la celebración de la Fiesta de la Primavera, que viví por última vez en 1976 en la ciudad de La Serena, fue siendo sustituida por eventos cotidianos como el Festival de la Una y estivales como el Festival de Viña, donde el encuentro ya no era tanto con los otros en el espacio público sino que principalmente través de la pantalla del televisor: las “malditas cajitas rectangulares” sobre las que despotricaba una entretenida canción ochentera de la banda penquista Emociones Clandestinas.

El panorama familiar de febrero incluía la observación atenta del Festival de la Canción de Viña del mar, donde cada vez importaba menos la competencia internacional y folklórica, y en que la única forma de Pueblo que era tolerada en dictadura se manifestaba implacablemente como el Monstruo ubicado en la “galucha”, dando el verdadero veredicto en relación a cada artista, por detrás de los jurados oficiales y los asientos más caros.  

De vuelta a la democracia el neoliberalismo ya consolidado y legitimado por los gobiernos de la Concertación supo inventar nuevas formas sustitutivas de la fiesta, que a la vez que emulaban el encuentro comunitario de los viejos tiempos permitía vaciarlo de cualquier posible contenido crítico y a la vez asegurar grandes ganancias a los empresarios del espectáculo. Cómo olvidar la importancia del primer megaconcierto postdictatorial, cuando un montón de amigos y conocidos que apenas podían recordar o tararear una  canción de Rod Stewart corrieron por su entrada justificando que iban pero “por el espectáculo”. El esnobismo cultural de amplias capas del “chileno medio” que con tal de presenciar el “show” estuvo siempre dispuesto a pagar por ver a todos los artistas de moda justificó a partir de ese entonces los elevadísimos precios que se cobran por los conciertos internacionales en Chile, en abierta desproporción con el resto del continente. 

Lollapalloza representa la forma posmoderna y neoliberal de los viejos festivales de rock. Bastante lejos de Woodstock y Piedra Roja, donde a pesar de la ya existente mercantilización de la cultura juvenil subsistían grietas por donde se colaba la auténtica rebelión, su modelo es el cinismo nihilista “independiente” de la escena de los noventas, cuando la fuerza subterránea del movimiento punk y postpunk de la década anterior se transformó gracias a MTV en un nuevo mainstream, que curiosamente se etiquetó como “alternativo”, aunque ya no quedaba claro en relación a qué.

El no poder soportar esta transformación, que mostraba una vez más la capacidad de la industria cultural de “convertir rebelión en dinero” (como cantaron los Clash en (White Man) in Hammersmith Palais, y ellos sabían bien de qué hablaban) fue un factor decisivo en el suicidio de Kurt Cobain, elevado a ícono de esa era por la misma cultura oficial que el siempre odió. Si no me creen, lean sus diarios, donde entre otras cosas deja en claro que “el mundo corporativista permite por fin a grupos teóricamente alternativos y subversivos obtener préstamos bancarios para que den a conocer su cruzada”, porque “les parece una inversión rentable”. Frente a eso, la apuesta de Cobain era la de “infiltrarnos en los mecanismos del sistema y empezar a corromperlo por dentro”[2]. Sabemos lo mal que terminó su intento.

En el caso chileno, el festival Lollapalooza se alimenta de décadas de historia previa de eventos de rock, convertidas en mitología, y reactualizadas en un pastiche de tendencias y estilos que ha encontrado un nicho de mercado en segmentos juveniles ABC1 y más allá. No olvidemos que en su momento los jóvenes que decidieron ir a Estados Unidos a convencer al cantante y empresario Perry Farrell de realizar su famoso festival en esta angosta y desigual faja de tierra fueron destacados por El Mercurio como líderes juveniles que constituían “un ejemplo de autogestión.

A pesar del alcance de nombres, puesto que la verdadera autogestión es inseparable de una perspectiva social y política de autonomía y emancipación humana, ya no queda rebelión alguna en Lollapalloza, evento “zorrón” por excelencia. Ni siquiera cuando se genera cierto escándalo por el uso de imágenes “chocantes” como las utilizadas hace unos años por la banda Fiskales Ad Hok, pues el sistema aprendió hace rato como neutralizar los mayores excesos expresivos de los artistas underground con la varita mágica de la mercantilización.

Una sola frase de Farrell nos permite tener una idea clara de su visión artística: “Me gusta pensar que hemos creado una marca de coches y cada año mostramos un nuevo modelo. Para nosotros lo importante de esta novedad no es el motor, sino la tecnología que utiliza ese motor, y eso es lo que nos preguntamos cada año para que Lolla siga siendo lo que es”[3].

El debate actual sobre una eventual consulta ciudadana no vinculante para decidir si se realiza un nuevo Lollapalloza 2022 en el Parque O´Higgins (espacio público antes conocido como Parque Cousiño y al que el presidente Allende le puso su nombre actual en 1970) nos permite entender bastante bien qué es lo que está en juego.

Por una parte, es evidente que se trata de un negocio: nos lo recuerda el alto costo de las entradas, imposibles de costear para el grueso de la juventud que se rebeló en octubre, aunque totalmente accesible para lo que el filósofo Rodrigo Karmy ha denominado “noviembristas” (la clase media profesional que estableció el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019)  y por supuesto para los “septiembristas” (la clase que hizo el golpe en 1973).

Por otra, nos encontramos con el discurso que desde el periodista Matamala al gobernador Orrego[4], pasando por los empresarios y productores de eventos, presiona para que se permita la realización de tan magno evento en el Parque, alegando en nombre de la “defensa de la cultura”. Así, algunos empresarios advierten que de no permitirse Lollapalloza en el Parque “retrocederíamos 20 años” y pasaríamos a “ser parte del circuito B de recitales”. Es más, “en caso que la cita no se pueda concretar -ya que se someterá a una votación popular para analizar su continuidad en el Parque O’Higgins- se generará un ruido en el circuito internacional de música en vivo y Santiago puede ser considerada una plaza ‘problemática’»[5]

Se entiende al arte ya no sólo como un espectáculo sino que abiertamente como un negocio; es uno de los aspectos más visibles de la mercantilización total de la cultura. O como decía hace una década el escritor y músico Cristóbal Cornejo (1982-2015), comentando eventos como La Pequeña Gigante y otros ejemplos de arte que calificaba de “industrial y burocrático”, se trata de “manifestaciones culturales como vivos ejemplos de la distinción existente entre un arte masivo y un arte elitista, entre un arte para masas y un arte para profesionales, aunque los convocantes hagan hincapié en el carácter ‘ciudadano’ de dichos eventos”[6].

En ambos casos, el arte y la cultura se conciben como megaeventos esporádicos en los que uno tiene derecho a participar contemplándolos, a veces gratis y por lo general previa compra de un ticket online, con recargos, y no como procesos permanentes en que toda la colectividad participa y redefine su relación con la historia, con el territorio, con todo el mundo.


[1] Para un repaso de las grandes festividades que celebraba la humanidad y cómo con ellas se buscaba interrumpir el desgaste del tiempo para, a través del exceso, revitalizar todo el conjunto de la cosmovisión y lazos comunitarios dentro de los que vivían, recomendamos la “teoría de la fiesta” que alcanzó a esbozar R. Caillois en El hombre y lo sagrado, de 1939, en especial “El exceso, remedio del desgaste”.

[2] Kurt Cobain, Diarios, Reservoir Books, 2017.

[3] https://www.chicagotribune.com/hoy/ct-hoy-8120942-lollapalooza-una-empresa-de-familia-story.html

[4] El mismo que cuando fue Intendente se dedicaba a expulsar extranjeros por participar en actividades culturales calificadas de “anarquistas”. Ver las causas Rol 7080-2017 de la Corte Suprema, y Rol 1919-2017 de la Corte de Apelaciones de Santiago.

[5] https://www.latercera.com/culto/2021/11/11/productores-de-conciertos-de-no-hacerse-lollapalooza-retrocederiamos-20-anos-pasamos-a-ser-parte-del-circuito-b-de-recitales/

[6] Cristóbal Cornejo, “Miseria de la industria cultural” (2012), incluido en sus Escritos (Anti)políticos, 2016.  

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